quÉ cuento tienes, jimeno
Mi primo
Jorge Jimeno
Aquellos que tienen la suerte de conocerme convendrán conmigo sin duda en que la característica que más destaca de mi persona es mi arrolladora seguridad. O puede que no. No estoy del todo seguro. Puede que oscile entre la confianza plena en mí mismo y la personalidad más dubitativa. No lo sé. Eso sí, puedo afirmar con absoluta certeza que nunca me encuentro en un término medio: o lo uno, o lo otro, pero sin ambigüedades. Puede ocurrir…, de hecho ocurre con frecuencia, que me acueste un día sintiéndome la persona más insegura y torpe del planeta para levantarme al día siguiente con una confianza de hierro, capaz de acometer cualquier empresa. Ignoro los secretos del sueño responsable de tal transformación, pero así sucede y así me sucedió aquella noche. Sin avisar, con cierta nocturnidad y tremenda alevosía, el váter había comenzado a expulsar agua —y otras sustancias que es mejor no recordar— a borbotones. Cerré la llave general y estudié el inodoro sin siquiera encontrar cómo podía empezar a desmontar alguna pieza. Decidí llamar a alguien que supiera de esas cosas. Encontré un número en la agenda de mi teléfono móvil: «Fontanero Cercedilla Manuel». No recordaba quién me lo había dado, pero daba igual. Había tenido un día de mierda —nunca mejor dicho— y necesitaba saber que alguien vendría a arreglarlo al día siguiente. |
Al despertar, un sol maravilloso se asomaba por las rendijas de la persiana. Recordé el atasco. Fui al baño para analizar la situación y reparé en una tapa que juraría no se encontraba allí la noche anterior. La abrí fácilmente con un destornillador y mirando por el agujero pude hacerme una composición aproximada de las conexiones entre cañerías y desagües. Justo cuando más convencido estaba de que tenía la situación controlada, sonó el timbre.
—Mierda, el fontanero. Le abrí, le conduje al aseo y le traté con toda amabilidad a pesar de que me arrepentía de haberle llamado la noche anterior. —Vaya, esto tiene pinta de ser un atasco que debe haber afectado a alguna pieza... El fontanero siguió hablando con las mismas palabras que yo había encontrado en Google minutos antes de que él llegara. No es que yo sea un agarrado, pero empecé a hacer cábalas sobre cuánto iba a costarme la visita de aquel señor. Un pico, seguro. Y totalmente innecesario después de lo que me había dado tiempo a leer en Internet. Probablemente ese hombre no entendiese ya de cañerías mucho más que yo. Estaba resignándome al despilfarro cuando un detalle de suma importancia me vino a la cabeza. Cuando le llamé no le dije quién me había dado su teléfono. Todo el mundo sabe que cuando se llama a un técnico hay que decirle de parte de qué parrao se hace; si no, serás tomado por un veraneante sin verdaderos lazos en el pueblo al que se le puede cobrar cualquier cantidad. La factura iba a ser de las que quitan el hipo. —Manuel, te agradezco un montón que hayas venido tan rápido esta mañana, pero resulta que tengo un primo que es fontanero, y ayer me dijo que no podía venir, pero me acaba de mandar un mensaje diciendo que al final sí que puede. Así que no te molestes, me cobras lo que esté estipulado por la salida, y ya cuando venga mi primo que lo arregle él. El hombre me miró confuso. —Bueno, como quieras. ¿Estás seguro? —Sí, perdona las molestias, pero ya sabes cómo es la familia. Luego se enfadan si se enteran de que alguien de fuera ha metido las manos en la mierda de casa —intenté bromear. —Pues nada, me voy. —Y bien, ¿cuánto es? —Nada, hombre, si no he llegado a hacer nada. —¿Y por la salida? —Vivo aquí al lado. —Muchísimas gracias, eres muy amable. Lo siento de nuevo. Mi primo, que es un indeciso, que voy, que no voy. Al cerrar la puerta de la calle en la espalda de Manuel sopesé por unos brevísimos instantes si mi decisión habría sido la correcta. —Sí, claro que sí, Jimeno —me dije—, esto lo arreglo yo en un periquete y además totalmente gratis. El destino me estaba dando una segunda oportunidad. Volví al baño y proseguí con mis investigaciones. Siempre he sospechado que debí de ser un niño prodigio, aunque nadie se diera cuenta. No es normal que todo se me dé tan bien. Estaba a un paso de arreglar por mí mismo aquella avería. Solo tenía que acceder al codo que sin duda estaba obstruido. Ya hasta me expresaba como los profesionales, así, en un ratín de nada… Y para acceder al codo ese solo tenía que aflojar la pieza que había antes. Rebusqué en mi cajita de herramientas. Vaya, no tenía la llave necesaria, pero seguramente podría hacerlo con un cuchillo y un tenedor. Apliqué toda mi destreza en la maniobra, pero un pequeño exceso de fuerza hizo que la pieza se partiese en dos sin llegar a moverse. Vaya. Esto no entraba en mis planes. Salí del baño, apagué la luz y cerré la puerta. Estoy acostumbrado a resolver mis problemas reiniciando el ordenador. Pero cuando volví a entrar todo seguía igual: la pieza rota y obstinadamente inmóvil. El día se estaba nublando, pero me quedaban fuerzas para solucionar la situación, qué demonios. Le hice una foto a la pieza rota y me fui a la ferretería. De camino pensé que era mejor ir a la que frecuento menos. Tampoco es que sea un cliente habitual de ninguna de las dos ferreterías que tiene el pueblo, pero estimé que era mejor adoptar un perfil lo más bajo posible. —Buenos días. Mira, se me ha roto esta pieza de las cañerías del baño. ¿No tendrás algo que me pueda servir? —Pero ¿esto qué es? —dijo secamente. —No lo sé muy bien. Por eso traigo la foto. Es que la pieza se ha quedado encajada. Igual con un destornillador grande puedo hacer palanca —dije, aún con mucha confianza. El ferretero me miró unos instantes antes de contestarme ásperamente. —No sé ni lo que es eso. —Y así, por intuición..., o con alguna llave que sirva un poco para todo... —Pero, a ver, ¿cómo se ha roto esa pieza? Soy partidario de decir siempre la verdad, pero en esta ocasión no era una opción. —Mi primo, que me ha liado una... —Lo mejor es que eso lo vea un fontanero. —¿Tú crees? Parece más de lo que es. Si conseguimos sacar esa pieza, luego ya es cuestión de reconocerla y comprar otra igual. —Yo así solo con la foto no sé ni de lo que me estás hablando. —Ya... Es que a mí, así con palabras, me cuesta explicarlo... La ferretería se había ido llenando de clientes que me miraban cada vez más impacientes. —¿Y tienes el número de algún fontanero? —Sí, anota, se llama Manuel... Simulé que anotaba el número mientras comprobaba que se trataba del mismo Manuel que había echado de mi casa hacía un rato. —Muchas gracias. Luego, si eso, le llamo. Según caminaba hacia mi segunda y última opción, sentí que mi confianza se estaba empezando a disolver en un mar de remordimientos. Pero traté de serenarme y analizar la situación. Me daba la impresión de que no me habían tomado muy en serio en la ferretería. Tenía que demostrar que sabía de lo que estaba hablando. Que yo era un tipo acostumbrado a lidiar con tuberías, con atascos y con Cercedilla. —¿Qué pasa, galán? —dije nada más entrar. El ferretero me miró seriamente sin contestar. —Mira, ¿no tendrás una pieza como esta y algo con lo que poder sacarla? —dije con gracia a la vez que le enseñaba la foto. —¡Menuda la que te ha liado tu primo! Me quedé ojiplático, en silencio, sin saber qué contestar. —Tú vives en la calle Auroriña, ¿no? —Sí —dije con un hilo de voz. —Es que ha estado aquí antes Manuel y me ha contado que uno de la calle Auroriña tiene un primo fontanero. —Bueno, fontanero fontanero…, un chapucillas. —Ya se ve, mira cómo te ha dejado el baño. Pues lo mejor es que vuelvas a llamar a Manuel porque así solo con esa foto no vas a poder hacer mucho. —Pero ¿cómo voy a llamarle otra vez? No hace ni una hora que le pedí que se fuera de mi casa —dije conteniendo la desesperación. —No te preocupes, galán, ¿tú sabes la de primos que dejan las cosas así a medias? Manuel ya está acostumbrado. Me quedé en silencio. —¿Quieres que le llame yo y le diga? Asentí sin abrir la boca. —Manuel, mira, que tengo en la tienda al de la calle Auroriña. Sí, que su primo le ha dejado el asunto peor de lo que estaba y al hombre le daba apuro volver a llamarte. Me dio la sensación de que escuchaba risas al otro lado del teléfono, y también de que el ferretero contenía magistralmente su propia risa. —Que si te viene bien en un par de horas —me dijo apartándose de la boca el micrófono del teléfono para hablar conmigo. Asentí, y guardé silencio mientras se despedían. —Pues nada, asunto arreglado. ¿Querías algo más? Me quedé pensando. —Mira…, quería pedirte… —bajé la voz—, ¿tú crees que sería posible un poco de discreción? Es que mi primo es muy sensible. —Claro, hombre, no te vayas a preocupar ahora por eso. Los asuntos de la ferretería se quedan en la ferretería. —¿Y tú crees que Manuel también será discreto? —No te puedes ni imaginar lo reservado que es. Nunca cuenta nada. —Gracias. Salí de la tienda. Había comenzado a llover. En el camino a casa fui menguando a medida que el agua me empapaba. A pesar de la lluvia, las calles me parecían inusualmente llenas de vecinos, que me saludaban con grandes sonrisas en la cara. Incluso me pareció que alguno le mandaba saludos a mi primo. Eran las doce. Qué ganas de que llegase la noche para volver a dormirme. |
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