A los pocos días de haber comenzado este tiempo triste y extraño, me di cuenta de que cada vez que me ponía con la entretenida tarea doméstica de la plancha, al final de la tarde y del montón de ropa siempre quedaba en la bandeja una camisa sin planchar. Casualmente, la misma camisa siempre.
Tuvieron que pasar varias tardes de plancha hasta que fui consciente de que esa camisa sin planchar estaba tratando de decirme algo. No me daba cuenta en el durante de la sesión de plancha porque creo que los vapores y los éxitos musicales del rock español de los noventa —los mismos que antaño acompañaron mis noches de sábado y que ahora me resigno a cantar sola y a grito pelado en mi habitación estas tardes confinadas— me nublaban la razón. Pero cada vez, tras desenchufar la música y la plancha, volvía a encontrarme con esa camisa sola y arrugada que inconscientemente había vuelto a abandonar en medio de una mini ciudad de torres de camisetas, jerseys y pantalones ordenada por tallas y colores.
La tarde en la que por fin me enfrenté a la camisa sin planchar recibí un duro golpe de realidad. Porque descubrí que lo que llevaba tanto tiempo tratando de explicarme era que en ella residía mi último vínculo con la vida tal y como fue hasta que llegó el confinamiento. Simboliza la rutina de una vida normal, esa que ahora tanto echamos de menos.
Mi camisa sin planchar no es una camisa cualquiera. Es la camisa. La que se guarda con mimo en el armario, la preferida. Esa que reservamos para las ocasiones especiales, la que nos ponemos para una reunión importante porque seguro que así vamos a tener éxito. Es la camisa que se prepara la noche anterior y se deja colocada en la percha porque con ella no puede haber imprevistos. Y a la mañana siguiente nos la ponemos con cuidado, abotonando despacio, colocando los puños, comprobando que los picos del cuello estén perfectamente planchados, listos para salir a escena. Por eso nos esforzamos en que no se manche, que no se arrugue, que no sufra ningún desperfecto antes de su actuación estelar.
Ahora, cuando veo mi camisa sin planchar en mi particular bodegón textil, me invade una profunda tristeza porque no sé el tiempo que aún tendrá que esperar para volver a ser lucida.
A veces, a lo largo de estas semanas raras, he dejado volar mi imaginación y mi camisa ha cobrado vida… La he soñado madrugadora, esperando el tren de las 7:33; volviendo con prisas de la ciudad para recoger a los niños del cole, e incluso la he imaginado disfrutando en El Colonial de una barrita con tomate un domingo de primavera, pegadita al vestido de mi amiga.
Luego salgo de mi nube y pienso que debería enfrentarme a mi camisa de una vez, plancharla sin demora. Devolverla a su percha y dejarla colgando del pomo de la puerta, lista para mañana cuando me levante y nos reencontremos ahí fuera, en la vida que nos espera.
Ella está deseando ser lucida y yo estoy deseando plancharla. Pero por algún motivo seguimos esperando.