¿A qué época te transporta la palabra colonización? Eso me imaginaba. Pues, de hecho, actualmente existen diecisiete territorios «no autónomos» en proceso de descolonización, y hoy voy a darle voz a uno de ellos, el más cercano a nosotros geográfica e históricamente. El Sáhara Occidental, un territorio norteafricano que viene sufriendo las olas del colonialismo desde 1884, cuando se lo apropió España. La ocupación se hizo efectiva varias décadas después y se prolongó hasta 1976, año en que el reino de Marruecos emprendió la conocida Marcha Verde hacia el bien que tanto ambicionaba: una de las diez minas de fosfato más grandes del mundo. Hoy día Marruecos sigue siendo el ocupante de facto del Sáhara Occidental, y mantiene el control de una forma brutal y totalitaria sobre casi todos los aspectos de las vidas de los saharauis que aún habitan el territorio. En este artículo me propongo explicar el papel que juega España en este entresijo geopolítico, al tiempo que cuento mi experiencia en los campamentos de refugiados saharauis, que comenzó cuando el coronavirus estaba a punto de llamar a las puertas del mundo.
Pasan los años y cambia el color de nuestro Gobierno, pero algo se mantiene intacto con el paso del tiempo: la firmeza de nuestros representantes al afirmar la «no necesaria gestión española» del Sáhara. Sin embargo, la responsabilidad de España en este caso ha de determinarla el derecho internacional, que establece que todo territorio «no autónomo» requiere de una potencia administradora de derecho que, entre otras cuestiones, se encargue de informar a la ONU de las condiciones (sanitarias, educativas, económicas y sociales) que existen en ellos. La situación del Sáhara Occidental es única en el mundo, ya que no existe ningún otro territorio colonizado que haya sido abandonado durante décadas por la potencia administradora. Y se trata de un abandono completamente ilícito, dado que el derecho internacional prohíbe a los países ocupantes que desasistan a las gentes de los territorios ocupados antes de que hayan podido organizarse para alcanzar su autodeterminación. Sin embargo, España sigue negando sistemáticamente su responsabilidad sobre el territorio saharaui, una y otra vez se limita a esgrimir la carta que en 1976 remitió a Naciones Unidas para expresar su renuncia. Pero nuestro país aún aparece en la lista de territorios no autónomos del mundo, como potencia administradora. ¿Y qué significa eso? Según el auto del pleno de la Audiencia Nacional del 4 de julio de 2014 dictado por Fernando Grande-Marlaska (entonces presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional y actual ministro de Interior), los delitos que se cometan en tierras saharauis son competencia de las autoridades jurídicas españolas. ¿Qué dice el gobierno español al respecto? Calla. Pero la justicia, afortunadamente, ha hablado: España abandonó a su suerte a los saharauis ilegalmente, y hoy sigue teniendo el deber de su cuidado y empuje hacia la libertad. Cuando Marruecos entró en tierras saharauis, sometió a la población a una persecución tan cruel que miles de personas se vieron obligadas a huir en busca de un lugar seguro. Muchos llegaron hasta el desierto argelino de Hamada, que en hassanía —el dialecto árabe de los saharauis— significa «nada». Una larguísima caravana compuesta fundamentalmente por mujeres y niños, ya que los cabezas de familia se habían quedado luchando en la sangrienta guerra que todavía hoy se libra en las sombras, atravesó durante meses la llanura eterna. En ese paraje aterricé el pasado 10 de marzo, y por supuesto en aquel momento no podía imaginar las maniobras que serían necesarias para salir de él.
Llegué invitada por el Frente Polisario y la UJSARIO (Unión Juvenil Saharaui) para representar a Libre-Pensadores de la Sierra en el primer foro internacional de apoyo a la causa saharaui que se celebraba en los campamentos de refugiados de Tindouf. Decenas de organizaciones de todo el mundo iban a reunirse allí para establecer unas bases de cooperación internacional destinadas a mostrar las condiciones de vida inhumanas de cientos de miles de saharauis y formular un plan de acción. Es un viaje largo, ya que ninguna compañía ofrece vuelos directos hasta Tindouf, por lo que es preciso viajar hasta Argel y coger otro avión desde allí.
Era la una de la mañana cuando por fin llegué a los campamentos, pero Puja me esperaba con un té humeante. Ella es la madre de las pequeñas Musad y Salka, y cuida también de su hermana, de su marido, de su primo y de su pueblo entero, con el que comparte alimentos siempre que puede. Puja y su extensa familia iban a ser mis anfitriones esos días. Y lo del té merece también una pequeña digresión. La hora no importa: en el Sáhara, el té siempre está servido y puesto en tus manos. Es un ritual lleno de espiritualidad y simbolismo: los saharauis no toman el té de cualquier manera, creedme. Toman tres tés uno después del otro, el primero amargo como la niñez, el segundo dulce como el amor y el tercero suave como la muerte.
No hicieron falta más de veinte minutos para que me diera cuenta de hasta qué punto aquella familia y yo veníamos de experiencias radicalmente distintas, éramos personas separadas por la brecha de los derechos, que para mí son consustanciales a la vida y para ellos un lujo. Todos reunidos en torno al ritual del té, en la oscura madrugada del desierto.
Solo pude permanecer en Tindouf cuatro días. El brote de covid-19 en Europa interrumpió bruscamente nuestra estancia. Sin conexión a internet, en aquella solitud acompañada de la vida en los campamentos, durante esos pocos días me sentía ya en la primera etapa de un viaje hacia mí misma, y a la vez entendía que nuestra presencia allí significaba para ellos una oportunidad de mostrarse al mundo y de hacer sonar alto su necesidad de justicia. El viernes 13 de marzo empezaron a sonar las alarmas respecto a lo que estaba pasando en el exterior. Se cerraban los colegios, los representantes políticos instaban a la población a quedarse en casa, se cancelaban eventos multitudinarios y las aerolíneas empezaban a temerse el cierre de los espacios aéreos. ¿Hasta cuándo se mantendrían las fronteras abiertas? Hasta ese mismo día, de hecho. Italia declaró el colapso sanitario y el resto de la eurozona, junto con el norte de África, comenzó a aplicar estrictas medidas de seguridad, entre ellas el cierre de fronteras. Argelia anunció la cancelación de todos sus vuelos internacionales a partir del siguiente lunes, y Madrid cerraría pronto su espacio aéreo. En Tindouf, más de cien personas nos preguntábamos qué suerte íbamos a correr. Esa mañana habíamos cruzado parte del desierto en varios camiones, amparados por la guardia del Frente Polisario y algunos otros activistas, como Darak, una chica que bulle siempre de ideas y encuentra soluciones donde parece que no las hay. Íbamos a los territorios liberados para manifestarnos frente al Muro de la Vergüenza, que separa las zonas ocupadas de las liberadas. De vuelta, se tomó la decisión de que se intentaría que todos viajásemos de regreso a nuestros países esa misma noche. Spoiler: para algunos no funcionó.
A todo esto, se iba sintiendo el miedo de que el virus llegase a los campamentos. El único hospital está en Rabuni, la whilaya (provincia) de administración de gobierno, a unos treinta y cinco kilómetros de donde se concentran la mayoría de refugiados en asentamientos que ni de lejos reúnen las condiciones necesarias para hacer frente a una crisis sanitaria. El agua llega semanalmente en camiones cisterna de ACNUR, y su escasez imposibilita que se apliquen medidas de higiene como las que ya empezaban a generalizarse en Europa después de haberse impuesto en Asia. Por otro lado, las costumbres locales representan un importante peligro. En el desierto las horas pasan como lustros y es imposible imaginar a los saharauis —un pueblo sociable por naturaleza— asumiendo la necesidad de ningún tipo de distanciamiento social. Durante el día las familias se juntan para tomar el té y los niños juegan en grupo; por las noches, pasean en comunidad. La única manera de hacer que el tiempo pase es rodearse de gente de una u otra forma.
Ese viernes, salté del camión y me dirigí rápidamente a mi casa de acogida para preparar la mochila, comer algo y despedirme antes de tiempo de quienes hoy considero mi familia saharaui para después saltar de nuevo al autobús rumbo al pequeño aeropuerto de Tindouf. La distancia entre los campamentos y el aeropuerto es relativamente corta, lo que dificulta la movilidad son los procesos burocráticos intermedios. Fronteras, fronteras y más fronteras.
En el checkpoint argelino el procedimiento es registrar los vehículos y comprobar la documentación de quien pretende cruzar —en ese momento, más de cien personas—, de modo que la espera fue larga. Por fin llegamos al aeropuerto, del que solo sale un avión diario hacia la capital. Las siguientes horas fueron un caos de información cruzada y cambios de planes. Los participantes del foro hacíamos cola fuera del aeropuerto para intentar entrar a ese único avión. Ni siquiera las autoridades aparentaban saber cuál era el plan. Lo único que parecía claro era que no entraríamos todos, y se nos comunicó que tenían preferencia las personas que al día siguiente tuviesen que coger un vuelo en Argel. Primera mala noticia: mi vuelo de vuelta a Madrid era en cuatro días. De madrugada conseguimos entrar al aeropuerto, donde la espera se alargó otro par de horas. Algunos ya habían conseguido pasar los controles y entrar en el avión, así que asumí mi derrota y me tumbé en el suelo a esperar que se organizara el regreso a los campamentos; había sido otro largo y desértico día. A punto de quedarme dormida, escuché mi nombre a lo lejos. Era Darak, la superwoman saharaui, que con su energía infinita venía hacia mí agitando en la mano mi pasaporte y un billete de avión. ¿Cómo era posible? Todavía no lo sé. Me levanté y corrí hacia el avión que me esperaba, aturdida y triste por toda la gente que se quedaba atrás. Pero cuando por fin ocupé aquel asiento me dije que era hora de descansar, al día siguiente, en Argel, de nuevo sin billete y ahora sin una Darak que pudiera salvarme, me esperaba sin duda otra jornada caótica y extenuante. Necesitaba recuperar fuerzas.
Esa era mi impresión, sin embargo, para mi gran sorpresa, un hombrecillo desconocido me aguardaba en el aeropuerto, dispuesto a conseguir nuevamente el billete que necesitaba. ¿Por qué? ¿Quién era esta vez mi salvador? Tampoco tengo esta respuesta, solo sé que poco después estaba montada en el primer avión de la mañana Argel-Madrid, con la cabeza llena de preguntas sin respuesta. Ahora mi mente no descansaba. Se habían creado muchos vínculos en muy poco tiempo y no podía dejar de pensar en todas aquellas personas y en el peligro que correrían si ese maldito virus llegaba a sus casas. Sentí que estábamos abandonándolos; nosotros volvíamos a nuestros países con sus fuertes sistemas sanitarios y equipos de protección y ellos quedaban atrás, sin agua, sin mascarilla, sin tener apenas acceso a una atención médica mínima.
A la llegada, Barajas era un espectáculo de controles de temperatura y extraños trajes futuristas como salidos de una película del fin del mundo. Solo había estado fuera cuatro días y de pronto España parecía la viva imagen de un escenario apocalíptico.
14 de marzo. Calles desiertas entre Barajas y Moncloa, establecimientos con las persianas echadas, muchos coches de policía y parques abandonados. Ya en el 684, con la mirada atónita por la ventanilla sobre la autopista vacía, una voz en la radio se mete en mi cabeza: habla el presidente Sánchez; se ha decretado el estado de alarma y el confinamiento de toda la población.
De nuevo estaba a punto de iniciar un viaje, pero esta vez solo interno, y sin salir de casa.