colaboración especial
EL DÍA DE LA MARMOTA
Miguel Cifuentes Santos
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Suena la alarma del móvil. Son las 07:00. Empieza el día. Otro. Me levanto y me duele la cabeza, me duele la espalda y alguna zona del cuerpo más que no alcanzo a discernir en mi estado de semiconsciencia. ¿Será que lo he cogido? Tras una intensa pelea contra mí mismo, me siento en el borde de la cama y mirando al abismo me convenzo de que lo que tengo es cansancio.
Me despierto del todo y vuelvo a mirar el móvil. Las 07:15. Tengo que darme prisa, así que me levanto y comienzo mi rutina. Café preparándose, tostadas en la tostadora y mientras una ducha rápida. Todo listo. Me pongo la ropa que tengo colgada en la entrada (a estas alturas ya ni me planteo lo raro que es ver normal tener la ropa de salir para ir al hospital en la entrada, en una zona delimitada con una caja para dejar los zapatos al llegar).
Ya en el coche, de camino al hospital, no estoy nervioso porque no hay incertidumbre. Sé lo que me espera. Normalmente voy escuchando las noticias en la radio, pero de un tiempo a esta parte prefiero música, mi música, la misma que me pongo para motivarme cuando voy a jugar un partido de rugby. Solo que ahora sé que no habrá tercer tiempo con cervezas, ni nada que celebrar.
Aparco. Paso ligero hasta el vestuario. Dejo todo en la taquilla. Solo me llevo lo imprescindible: dos bolígrafos, mi identificación y mi móvil guardado dentro de una bolsa de plástico estanca. Se me vuelve a hacer raro no llevarme el fonendo, ese que me regaló mi abuelo.
Salgo del vestuario y me dirijo corriendo a la zona de urgencias. Entro en la sala de los médicos y mis compañeros me hablan de los pacientes que tenemos. Las caras de mis compañeros reflejan una mezcla entre el desánimo, el cansancio y la «alegría» de finalizar su guardia. En resumen, lo de siempre. Muchos pacientes, ninguno bien, algunos críticos y muchos mal. Nos repartimos el trabajo, repasamos las situaciones de los pacientes y entramos por turnos. Entra uno y el resto desde fuera le da apoyo, apuntan lo que va necesitando y le facilitan el material o la medicación que precise.
Me toca ponerme el EPI. Hoy son distintos de los de ayer. Voy a entrar el primero. Me pongo los guantes, el mono impermeable (hoy es un mono, otros días ha sido una bata impermeable), la mascarilla (hoy es china), las gafas y otro par de guantes. Empieza el calor, pero no lo pienso. En la sala hay un equipo de enfermería, ya vestidos. Veo el panorama. Mucha gente. De treinta a noventa años. Ninguno bien. Voy primero a los que más preocupan, según la información que me han dado los compañeros salientes de guardia y lo que hemos repasado antes el equipo. Sí, efectivamente, están muy mal. Intentamos optimizar los tratamientos para que estén lo mejor posible, física y emocionalmente. Darles también algo de contacto y de calor humano. Todos los pacientes son iguales en términos médicos. Si la enfermedad se pudiera poner en una línea de gravedad, vemos a todos los pacientes en la misma línea; la diferencia entre ellos es si se sitúan más o menos cerca de la zona crítica. Sigo viendo pacientes. Alguno no está muy mal y me asalta ese pensamiento: «No están muy mal todavía…». Pero no hay tiempo de pararse a pensar. Sigo viendo pacientes e informo de su situación al compañero que está fuera escribiendo. Me ayuda el equipo de enfermería, celadores y auxiliares, si necesito algo. Ellos están continuamente entrando en la sala, continuamente con el EPI puesto («qué duro», pienso).
Salgo de la sala y con ayuda de mi equipo me voy retirando el EPI. Por cada «complemento» que me quito, me lavo las manos con solución. Después me rocían los pies y ya estoy listo para volver al despacho con mis compañeros. Viene la siguiente fase. No peor, pero tampoco mejor.
Nos dividimos a los pacientes para informar a familiares. Tengo nueve y decido llamar alternando las malas noticias con las regulares. «Está mal… La situación es muy grave… No está sufriendo, nos encargamos de que esté tranquilo… No puede venir… Le entiendo… Volveré a llamarles con cualquier novedad… Lo siento». Llamadas duras alternas con llamadas esperanzadoras. «Está estable. Precisa oxígeno a dosis bajas, pero tiene que ingresar porque podría empeorar… Ha mejorado respecto a ayer y estamos pendientes de que pueda subir a ingresar… Hoy ha comido algo más que ayer, le he visto bien de ánimo… Gracias a usted».
Sin darme cuenta son las 15:00. Nos avisan de que una cadena de pizzerías ha traído pizzas para las urgencias. No tengo hambre, pero me como dos trozos. Volvemos a la sala, y de nuevo a empezar. Van llegando nuevos pacientes. Hace tiempo que no damos altas en urgencias, pero algunos de los que teníamos suben a ingresar y otros se van, tranquilos… Llamadas a familiares: «La situación es crítica… Sí, puede pasar un familiar… Lo siento mucho». Me recompongo y espero la llamada de atención al paciente para informarme de que han venido los familiares. Voy a verlos. La última vez que vieron a su padre fue hace tres días, cuando le trajeron a urgencias porque le costaba respirar, y ahora «la situación es crítica». Hablo con ellos. Respeto la distancia en contra de lo que me pide mostrarles mi humanidad. Les advierto de lo que van a ver: su padre está tranquilo pero en estado crítico, y el escenario en el que van a tener sus últimos momentos juntos no puede ser más desolador. En cierto sentido es un consuelo que la pena y la preocupación les sirve de filtro: solo tienen ojos para su padre («y menos mal», pienso).
Pienso un momento en mi familia. Hace tiempo que solo les oigo por teléfono. Sería terrible que esto les pasara. A los que no les ha pasado ya… Pero no hay tiempo de seguir pensando.
Cena rápida en el comedor respetando la distancia, alejados unos de otros. Alguna risa. Algún chiste. Alguna duda.
Volvemos, empieza la noche y a medida que avanza se vuelve borrosa por el cansancio. Igual que la vista. Llegan pacientes nuevos. Algunos pacientes empeoran, otros duermen. Nos turnamos para dormir unas horas, o una hora, o media.
Las 07:55. Llegan los refuerzos y ahora es nuestra cara la que muestra desánimo, cansancio y «alegría» de volver a casa. Desando lo andado y voy al vestuario, tiro toda mi ropa a las bolsas de limpieza, me lavo bien las manos, cojo mis cosas y me voy.
En el camino de vuelta escucho música, otra música. Mis ojos se llenan de lágrimas, me acuerdo de él por un instante, pero prefiero no pensarlo. Se me vienen encima todos esos pensamientos que estaban esperando, agazapados en lo más profundo de mí para atacarme en estos momentos de flaqueza. Vuelvo a enterrarlos, consciente de que alguna vez tendré que levantar la tierra y sanear. Problema del futuro.
Llego a casa y no me puedo dormir. Los sueños que me esperan tampoco me invitan a querer hacerlo. Paso el día en una especie de duermevela. Me siento muy afortunado porque está ella, y también la pequeña de cuatro patas. Al final llega la noche y me duermo. Sueño con él. Está escuchando música con sus cascos puestos y no se ha enterado de que he llegado a su casa. Le abrazo y le digo que le quiero.
Suena la alarma del móvil. Son las 07:00. Empieza el día. Otro…
Miguel Cifuentes Santos es residente de medicina familiar y comunitaria de tercer año en el área norte de Madrid y realiza sus guardias en urgencias del Hospital Universitario La Paz. Nació en Cercedilla hace veintisiete años. Este escrito relata el peor momento de la epidemia, la semana con más presión asistencial, cuando llegó a haber hasta quinientos pacientes solamente en el área de urgencias. Su abuelo, Salvador Santos Rupérez, falleció el día 16 de marzo a causa de la COVID-19.