CERCEDILLA INÉDITA
de la peste negra al hospital de la fuenfría: breve historia médica de cercedilla
Iñaki López Martín
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A mediados del siglo XIV la llamada peste negra o peste bubónica, causada por la bacteria Yersinia pestis, que transmitían las pulgas, asoló Europa. Se calcula que como consecuencia de esta pandemia pudo fallecer en un breve lapso de tiempo entre un treinta y un sesenta por ciento de la población europea.
Existen indicios que permiten especular con la posibilidad de que el asentamiento del núcleo urbano original del pueblo de Cercedilla, en la parte más elevada del cerro que domina las tres gargantas principales por las que discurren los arroyos de Navaenmedio (Navalmedio), la Gargantilla (la Teja) y Gobienzo (la Venta), guarde relación con los estragos de la Yersinia pestis. Los fundadores de nuestro pueblo habrían llegado en busca de un nuevo emplazamiento a raíz de un episodio de mortalidad extraordinaria que asoló las pequeñas pueblas segovianas ya existentes desde finales del siglo XIII en Navacerrada y las herrerías de don Gutierre (Santa María) y Gobienzo (Santa Catalina).
Para sostener esta hipótesis me baso en dos argumentos que, aunque no son irrefutables, en mi opinión resultan reveladores. El primero es la cronología de la iglesia de San Sebastián, cuyos elementos arquitectónicos más antiguos, según consta en la ficha técnica elaborada por la Dirección General de Arquitectura y Vivienda de la Comunidad de Madrid en 1999, datan del siglo XIV —así, la base de la torre y la capilla bautismal; el resto del campanario y la nave principal se levantaron a lo largo del siglo XV—. El segundo argumento, nada despreciable, es la advocación del templo, porque san Sebastián es protector contra la pestilencia. Y la iglesia de Cercedilla no es un ejemplo aislado, pues son varias las dedicadas a este santo en localidades de nuestro entorno, construidas todas ellas durante un marco temporal muy concreto. Entonces, ¿la terrible epidemia de peste que azotó Castilla en la segunda mitad del siglo XIV se encuentra en el origen de nuestro pueblo? Es muy posible, sí.
Pero lo que resulta indudable es que nuestra localidad ha sufrido como la que más los embates de enfermedades infecciosas, epidemias y pandemias, y ello desde sus orígenes hasta nuestros días. En esta entrega especial de Cercedilla inédita voy a relatar con los datos en la mano algunos de estos episodios. Pero no será solo un recorrido trágico, ya que hablaré también de la capacidad demostrada por las gentes de Cercedilla para organizarse y hacer frente a estas adversidades. En ocasiones, como veremos, llegando a obtener resultados sorprendentes en el campo de la prevención y el tratamiento de determinadas enfermedades, que trascendieron los límites de nuestro pequeño pueblo.
Los episodios de alta mortalidad debidos a enfermedades infecciosas y epidemias de origen bacteriano o vírico fueron una constante en la historia de la humanidad hasta bien entrado el siglo XX. Habrá que esperar nada menos que al descubrimiento y generalización del uso de los antibióticos (1928) y a las campañas de vacunación masivas para que la incidencia de enfermedades como el tifus, la viruela, el sarampión, la varicela, la escarlatina, la tosferina, la difteria, el cólera, la tuberculosis, la meningitis o la gripe se redujeran de manera sustancial. Cercedilla no fue una excepción, nuestros antepasados tuvieron que convivir durante siglos y hasta prácticamente antes de ayer con esas enfermedades. Y cuando digo antes de ayer sé de lo que hablo: algunos de nuestros vecinos más ancianos padecieron en primera persona las consecuencias de la gravísima gastroenteritis que acabó con buena parte de los niños y niñas de la quinta de 1930.
Gracias al análisis de los registros de bautizos, defunciones y matrimonios conservados en el archivo parroquial, y que en su día amablemente me permitió consultar don Pedro Martínez Cid, he podido identificar varias claves en la evolución demográfica de Cercedilla desde mediados del siglo XVI.
A partir del Concilio de Trento (1545-1563), la Iglesia católica exigió a todos sus párrocos que mantuvieran un registro lo más completo posible de los sacramentos que se administraran en sus parroquias. Estos libros constituyen, hasta la aparición de los registros civiles bien entrado el siglo XIX, la mejor fuente de información para el estudio demográfico. En Cercedilla tenemos la suerte de contar con una serie registrada de bautizos, defunciones y matrimonios bastante completa, salvo pequeñas lagunas, desde aproximadamente 1560.
El estudio de estos registros no es una tarea sencilla. Se requiere una gran dedicación para ir extrayendo uno a uno los datos que permitan elaborar series estadísticas fiables. Además, surgen problemas de carácter metodológico, como por ejemplo los generados por el hecho de que hasta mediados del siglo XVII los libros de difuntos solo incluían a las personas que habían dejado disposiciones testamentarias o que tenían más de doce o catorce años. De ahí la ausencia prácticamente total de niños en las series de defunciones hasta la segunda mitad del siglo XVII, a pesar de que constituían uno de los grupos más vulnerables frente a enfermedades infectocontagiosas como el sarampión, la varicela o la tosferina.
En los libros de registro parroquiales se incluía por regla general el nombre y apellido de la persona, su fecha de nacimiento o edad, estado civil, vecindad, profesión, los nombres de parientes cercanos o testigos, y en ocasiones, aunque no era lo habitual, la causa de la muerte. No se trataba sin embargo de un informe médico, y los párrocos se limitaban a una breve anotación: «le dio un sueño del que no se despertó», «le llegó un frenesí y murió como de repente», «de una calentura», «de muerte acelerada», «de parto», «en el hospital», «repentinamente» o «súbitamente» son algunas de las fórmulas repetidas en las actas de defunción más antiguas.
Los datos de los archivos parroquiales pueden complementarse con los censos que realizaba la administración del Estado, por lo general para recaudar impuestos, aunque estos solo se generalizan a partir del siglo XIX.
Interior de uno de los laboratorios del hospital de la Fuenfría en 1956. Dos monjas enfermeras trabajan, una analiza muestras en un microscopio, y la otra realiza anotaciones en un cuaderno.
Autor: Juan Miguel Pando Barrero (1915-1992).
Fuente: Fototeca del Patrimonio Histórico, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Estas dos fuentes de información me han permitido descubrir algunas de las claves demográficas de Cercedilla, y constatar la existencia de fases de pérdida neta de población junto a otras de aumento lento pero progresivo, además de verificar la explosión demográfica que tuvo lugar a partir de finales del siglo XIX. Pero también se adivinan otros aspectos, quizá menos evidentes, como una marcada pérdida de población durante el siglo XVII, seguida de un aumento progresivo y constante durante todo el siglo XVIII, que curiosamente se ralentiza cuando el paso de la Fuenfría cae en desgracia en favor de los puertos del Alto del León y de Navacerrada. También se intuyen las nefastas consecuencias de la Guerra de la Independencia en el primer cuarto del siglo XIX, y la existencia de algún episodio concreto de pandemia que diezmó a la población a finales del XVII.
Del vaciado completo de los libros parroquiales de Cercedilla para el periodo que va entre 1563 y 1715 se obtiene un interesante gráfico del número de nacimientos y defunciones anuales, donde a los episodios de alta natalidad suceden otros de elevada mortalidad, con la típica estructura de dientes de sierra.
Es lo que se conoce como el ciclo demográfico del Antiguo Régimen, característico de las sociedades preindustriales, con tasas de natalidad y de mortalidad muy elevadas, una circunstancia que se traduce en la lentitud del crecimiento vegetativo de la población (de la diferencia entre nacimientos y defunciones). Una constante en la historia de la humanidad hasta finales del siglo XVIII, incluso hasta finales del XIX en localidades rurales como la nuestra. La tasa de mortalidad era muy elevada, entre otros motivos, por la deficiente alimentación, la ausencia de medidas higiénicas o la falta de acceso generalizado a los tratamientos médicos. Y sobre esto, en ocasiones se producían lo que se conocen como episodios de mortalidad catastrófica, provocados fundamentalmente por guerras, hambrunas y epidemias. Cuando los episodios de mortalidad catastrófica eran recurrentes o muy duraderos, las localidades afectadas sufrían una dramática disminución del número de habitantes. Eso fue lo que ocurrió en Castilla entre finales del siglo XVI y buena parte del siglo XVII, cuando la población de toda la región, incluida la de nuestro pueblo, cayó drásticamente, en lo que se conoce como la gran crisis demográfica del siglo XVII, consecuencia de varias oleadas de peste que coincidieron en el tiempo con años de malas cosechas y escasez alimentaria.
Por lo que hace a Cercedilla, al agrupar los datos de los nacimientos y defunciones en un gráfico de medias móviles o en series quinquenales, se observa una caída extraordinaria de la natalidad durante las primeras décadas del siglo XVII. De hecho, nuestro pueblo no volvería a recuperar la media de nacimientos anuales que tenía a finales del siglo XVI hasta prácticamente un siglo después.
Los datos de los archivos parroquiales coinciden con los de los censos de población existentes para ese periodo. Así, por ejemplo, sabemos que durante el siglo XVI Cercedilla tenía una población que rondaba o incluso superaba con creces los quinientos habitantes, alcanzando un máximo de alrededor de setecientos a finales de ese siglo. Sin embargo, entre finales del siglo XVI y mediados del XVII nuestra localidad pasó de tener 652 habitantes en 1591 a tan solo 408 en el año 1621. Una pérdida neta de población en un contexto de marcado crecimiento negativo que duró varias décadas y que afectó igualmente e incluso más a otras localidades próximas como Guadarrama.
Uno de los datos más dramáticos de la serie analizada es el pico de mortalidad que se adivina en los últimos años del siglo XVII. En 1699 fallecieron en Cercedilla nada menos que sesenta y una personas, o lo que es lo mismo, un diez por ciento de su población. Se trata sin duda de un episodio pandémico, aunque es imposible saber el agente patógeno que lo provocó. El pico de la epidemia tuvo lugar en la primavera de 1699, con un repunte a finales de verano. Del análisis detallado de los datos se deduce que el setenta por ciento de los afectados fueron niños y adolescentes menores de veinte años.
La mortalidad infantil en Cercedilla entre la segunda mitad del siglo XVII y principios del XVIII alcanzaba cifras escalofriantes. Entre un tercio y casi la mitad de los niños nacidos en Cercedilla entre 1680 y 1710 nunca alcanzó el año de edad.
Cuando en los libros de defunciones aparecen las anotaciones «un niño» o «una niña» entendemos que se trata de menores de un año, pues si eran mayores los párrocos indicaban la edad concreta.
Analizando la serie histórica de fallecimientos que recoge el archivo parroquial se observa una cierta estacionalidad. Las defunciones parecen concentrarse en torno a dos máximos anuales: el primero coincide con el final del verano y principios del otoño, momento de mayor virulencia de la peste e incidencia también mayor de enfermedades del aparato digestivo, principalmente en niños; el segundo, con el final del invierno y principios de la primavera, que los especialistas relacionan con enfermedades respiratorias y broncopulmonares, más frecuentes en adultos. Se comprueba además durante toda la serie que el menor número de muertes tenía lugar durante los meses más calurosos del verano.
Dentro de la precariedad de las condiciones sanitarias durante la Edad Moderna, las autoridades municipales de Cercedilla trataron de garantizar un mínimo de atención médica a vecinos y viajeros enfermos. Los médicos y cirujanos estaban solo en las grandes ciudades o núcleos más poblados, y hasta el siglo XVIII Cercedilla no contó con médico ni con cirujano permanentes. En los siglos XVI y XVII la atención primaria y las pequeñas operaciones y sangrados eran responsabilidad de los barberos. Hacia el año 1600 Cercedilla contaba con dos barberos a sueldo del ayuntamiento. Hasta nosotros han llegado sus nombres, Miguel Hernández y Jorge Gómez, y sabemos también que cobraban diez ducados anuales por ejercer su oficio.
Médicos y cirujanos eran profesionales relativamente costosos y sus servicios estaban solo al alcance de las poblaciones de mayor tamaño o municipios con arcas saneadas y sólidos bienes de propios. A mediados del siglo XVIII, el ayuntamiento de Cercedilla, gracias a los ingresos regulares derivados de la explotación de sus dehesas y la madera de sus pinares, tenía en nómina un médico, un cirujano y un boticario. Su salario corría a cargo del ayuntamiento y era abonado trimestralmente. El consistorio también era responsable de la gestión y mantenimiento de un pequeño hospital, que servía como refugio para vecinos y viajeros pobres y que llevaba funcionando desde principios del siglo XVII. Era un pequeño edificio con una superficie de unos treinta metros cuadrados, situado al norte de la actual calle Capón. Es probable que pudiera tratarse del mismo local donde funcionó hasta mediados del siglo XX la antigua casa de socorro municipal, en el solar convertido hoy en un pequeño parque ajardinado entre las calles Carrera del Señor, Pontezuela y Pozuelo. El llamado «Pocillo», que nuestros abuelos conocieron y que se encontraba en las inmediaciones de esa zona, fue construido precisamente en 1615 para abastecer de agua al hospital, según consta en una de las partidas de gasto municipal que he consultado.
El alojamiento, la ropa de cama y la alimentación de los pobres y enfermos que ingresaban en el hospital corría a cargo del presupuesto municipal. Existen además numerosos ejemplos y partidas de gasto que demuestran cómo desde el ayuntamiento se ayudaba económicamente a las personas más desprotegidas y frágiles de salud, ofreciéndoles limosna, bizcochos y pasas para reponer fuerzas.
Los médicos rurales se contaban entre los vecinos mejor considerados en sus comunidades, y gozaban de un estatus socioeconómico muy por encima de la media. El salario del médico en Cercedilla se cubría con una partida anual del presupuesto municipal y durante el siglo XVIII ascendía a cuatrocientos ducados. En 1751 el médico de la villa era un tal Juan José Prieto, un joven de veintiséis años casado con María José Gómez. Sabemos que vivían con su hijo y dos criadas en una casa de dos pisos situada en la misma Plaza Mayor, justo al oeste del edificio del ayuntamiento, por la que pagaba la nada desdeñable cifra de ciento diez reales (el triple del alquiler medio de la época).
De ese año conocemos también el nombre del cirujano, Sebastián Morales, que vivía igualmente en el pueblo con su mujer, Andrea Nieto Montero, su nuera y un aprendiz natural de Astorga. Su sueldo era considerablemente inferior (doscientos ducados) y corría también a cargo del presupuesto municipal.
Entre los siglos XVI y XVIII la medicina ejercida por estos médicos y cirujanos convivía con prácticas y remedios tradicionales muy enraizados en el mundo rural. Buena parte de las prácticas de esas otras formas de medicina se basaba en conocimientos ancestrales sobre las propiedades medicinales de algunas plantas. Pero también había un gran espacio para la superstición, como en el caso de los llamados «saludadores», cuyos conocimientos eran fruto de un supuesto don que se transmitía de padres a hijos. A esta especie de curandero se le atribuían dotes de adivinación y la capacidad de sanar mediante el empleo de fórmulas y deprecaciones, usando su propia saliva, o con su aliento. Se creía además que eran capaces de descubrir y ahuyentar a las brujas. En ellos se aunaba lo cristiano y lo pagano; de hecho, contaban con bula eclesiástica para ejercer su oficio y, sorprendentemente, sus prácticas estaban admitidas por la Santa Inquisición. Las comunidades rurales recurrían a sus servicios constantemente, y cuando ocurría alguna calamidad se los invitaba a participar en las llamadas «misas de salud». No obstante, su encargo más frecuente era sanar al ganado y a las personas de la rabia y, con el paso de los años, su oficio acabó confluyendo con el de los albéitares (los precursores de los veterinarios modernos). En el presupuesto municipal del ayuntamiento de Cercedilla a principios del siglo XVII existen varias partidas de gasto destinadas a hacerse con los servicios de estos profesionales para que vinieran a «saludar al ganado» de la localidad y participar en ceremonias religiosas propiciatorias. Los saludadores más reputados de la comarca procedían de El Espinar, y de algunos de ellos, como del Mondragón, conocemos incluso los nombres. Las idas y venidas de estos personajes por nuestras sierras a lomos de cabalgaduras fueron constantes durante la Edad Moderna.
Pero no fue en el territorio de la magia sino en el de la ciencia donde Cercedilla brilló con fuerza allá por el último tercio del siglo XVIII. Me refiero a la campaña de inoculación del virus de la viruela que en aquel entonces llevaron a cabo el doctor Juan Vicente Saldias y el cirujano Tomás Martínez entre los vecinos de nuestro pueblo. Es muy probable que, viviendo entre ganaderos, Saldias y Martínez observaran cómo las personas que trabajaban en estrecho contacto con las vacas no desarrollaban esta enfermedad, exactamente lo mismo que observó algunos años después Edward Jenner, el padre de la vacuna de la viruela (1789-1796). En 1779 estos dos médicos decidieron inocular pequeñas muestras de pus y sangre de vacas en sus seis hijos. Fue tal el éxito del experimento que, «viendo el vecindario los buenos efectos de la operación, se apresuró todo él a porfía deseando se ejecutase lo mismo con sus respectivos hijos». Así fue como doscientos cincuenta parraos de edades comprendidas entre el mes y medio y los veintiséis años fueron inoculados con el virus de la viruela «sin que en tan crecido número haya resultado la más leve desgracia». La noticia, nunca mejor dicho, se hizo viral en la época, y acabó convirtiéndose en un referente en la historia de la medicina, ya que se trata de uno de los primeros casos de vacunación masiva en España, varias décadas anterior a la famosa campaña contra la viruela que dirigió Francisco Javier de Balmis a bordo del navío María Pita en 1803.
Ya en tiempos más recientes, con la llegada del ferrocarril y la transformación de Cercedilla en lugar de veraneo y segunda residencia, desde finales del siglo XIX fueron muchos los médicos de prestigio que se instalaron aquí. El tren trajo la modernidad y a ilustres miembros de la sociedad madrileña, pero también a reputados galenos que vieron en la sierra de Guadarrama, por sus especiales condiciones medioambientales, el lugar ideal para la construcción de hospitales de altura y sanatorios destinados al tratamiento de enfermedades respiratorias y broncopulmonares. Entre ellos, los padres de la lucha contra la tuberculosis en España: los doctores Eduardo Gómez Gereda, gran impulsor del desaparecido Real Sanatorio de Guadarrama (1917), y Félix Egaña, promotor por su parte del Sanatorio de La Fuenfría (1921), cuya traza es obra del famoso arquitecto Antonio Palacios. La construcción de los sanatorios supone sin duda un hito en la historia de nuestra localidad, no solo desde un punto de vista sanitario, sino porque muchos vecinos del pueblo y también familias recién llegadas desde varios puntos de España vieron en los hospitales y en todo lo que se movía alrededor de ellos (familiares, transporte, alimentación, materiales, servicios, etcétera) una ventana de oportunidades.
Médicos y cirujanos eran profesionales relativamente costosos y sus servicios estaban solo al alcance de las poblaciones de mayor tamaño o municipios con arcas saneadas y sólidos bienes de propios. A mediados del siglo XVIII, el ayuntamiento de Cercedilla, gracias a los ingresos regulares derivados de la explotación de sus dehesas y la madera de sus pinares, tenía en nómina un médico, un cirujano y un boticario. Su salario corría a cargo del ayuntamiento y era abonado trimestralmente. El consistorio también era responsable de la gestión y mantenimiento de un pequeño hospital, que servía como refugio para vecinos y viajeros pobres y que llevaba funcionando desde principios del siglo XVII. Era un pequeño edificio con una superficie de unos treinta metros cuadrados, situado al norte de la actual calle Capón. Es probable que pudiera tratarse del mismo local donde funcionó hasta mediados del siglo XX la antigua casa de socorro municipal, en el solar convertido hoy en un pequeño parque ajardinado entre las calles Carrera del Señor, Pontezuela y Pozuelo. El llamado «Pocillo», que nuestros abuelos conocieron y que se encontraba en las inmediaciones de esa zona, fue construido precisamente en 1615 para abastecer de agua al hospital, según consta en una de las partidas de gasto municipal que he consultado.
El alojamiento, la ropa de cama y la alimentación de los pobres y enfermos que ingresaban en el hospital corría a cargo del presupuesto municipal. Existen además numerosos ejemplos y partidas de gasto que demuestran cómo desde el ayuntamiento se ayudaba económicamente a las personas más desprotegidas y frágiles de salud, ofreciéndoles limosna, bizcochos y pasas para reponer fuerzas.
Los médicos rurales se contaban entre los vecinos mejor considerados en sus comunidades, y gozaban de un estatus socioeconómico muy por encima de la media. El salario del médico en Cercedilla se cubría con una partida anual del presupuesto municipal y durante el siglo XVIII ascendía a cuatrocientos ducados. En 1751 el médico de la villa era un tal Juan José Prieto, un joven de veintiséis años casado con María José Gómez. Sabemos que vivían con su hijo y dos criadas en una casa de dos pisos situada en la misma Plaza Mayor, justo al oeste del edificio del ayuntamiento, por la que pagaba la nada desdeñable cifra de ciento diez reales (el triple del alquiler medio de la época).
De ese año conocemos también el nombre del cirujano, Sebastián Morales, que vivía igualmente en el pueblo con su mujer, Andrea Nieto Montero, su nuera y un aprendiz natural de Astorga. Su sueldo era considerablemente inferior (doscientos ducados) y corría también a cargo del presupuesto municipal.
Entre los siglos XVI y XVIII la medicina ejercida por estos médicos y cirujanos convivía con prácticas y remedios tradicionales muy enraizados en el mundo rural. Buena parte de las prácticas de esas otras formas de medicina se basaba en conocimientos ancestrales sobre las propiedades medicinales de algunas plantas. Pero también había un gran espacio para la superstición, como en el caso de los llamados «saludadores», cuyos conocimientos eran fruto de un supuesto don que se transmitía de padres a hijos. A esta especie de curandero se le atribuían dotes de adivinación y la capacidad de sanar mediante el empleo de fórmulas y deprecaciones, usando su propia saliva, o con su aliento. Se creía además que eran capaces de descubrir y ahuyentar a las brujas. En ellos se aunaba lo cristiano y lo pagano; de hecho, contaban con bula eclesiástica para ejercer su oficio y, sorprendentemente, sus prácticas estaban admitidas por la Santa Inquisición. Las comunidades rurales recurrían a sus servicios constantemente, y cuando ocurría alguna calamidad se los invitaba a participar en las llamadas «misas de salud». No obstante, su encargo más frecuente era sanar al ganado y a las personas de la rabia y, con el paso de los años, su oficio acabó confluyendo con el de los albéitares (los precursores de los veterinarios modernos). En el presupuesto municipal del ayuntamiento de Cercedilla a principios del siglo XVII existen varias partidas de gasto destinadas a hacerse con los servicios de estos profesionales para que vinieran a «saludar al ganado» de la localidad y participar en ceremonias religiosas propiciatorias. Los saludadores más reputados de la comarca procedían de El Espinar, y de algunos de ellos, como del Mondragón, conocemos incluso los nombres. Las idas y venidas de estos personajes por nuestras sierras a lomos de cabalgaduras fueron constantes durante la Edad Moderna.
Pero no fue en el territorio de la magia sino en el de la ciencia donde Cercedilla brilló con fuerza allá por el último tercio del siglo XVIII. Me refiero a la campaña de inoculación del virus de la viruela que en aquel entonces llevaron a cabo el doctor Juan Vicente Saldias y el cirujano Tomás Martínez entre los vecinos de nuestro pueblo. Es muy probable que, viviendo entre ganaderos, Saldias y Martínez observaran cómo las personas que trabajaban en estrecho contacto con las vacas no desarrollaban esta enfermedad, exactamente lo mismo que observó algunos años después Edward Jenner, el padre de la vacuna de la viruela (1789-1796). En 1779 estos dos médicos decidieron inocular pequeñas muestras de pus y sangre de vacas en sus seis hijos. Fue tal el éxito del experimento que, «viendo el vecindario los buenos efectos de la operación, se apresuró todo él a porfía deseando se ejecutase lo mismo con sus respectivos hijos». Así fue como doscientos cincuenta parraos de edades comprendidas entre el mes y medio y los veintiséis años fueron inoculados con el virus de la viruela «sin que en tan crecido número haya resultado la más leve desgracia». La noticia, nunca mejor dicho, se hizo viral en la época, y acabó convirtiéndose en un referente en la historia de la medicina, ya que se trata de uno de los primeros casos de vacunación masiva en España, varias décadas anterior a la famosa campaña contra la viruela que dirigió Francisco Javier de Balmis a bordo del navío María Pita en 1803.
Ya en tiempos más recientes, con la llegada del ferrocarril y la transformación de Cercedilla en lugar de veraneo y segunda residencia, desde finales del siglo XIX fueron muchos los médicos de prestigio que se instalaron aquí. El tren trajo la modernidad y a ilustres miembros de la sociedad madrileña, pero también a reputados galenos que vieron en la sierra de Guadarrama, por sus especiales condiciones medioambientales, el lugar ideal para la construcción de hospitales de altura y sanatorios destinados al tratamiento de enfermedades respiratorias y broncopulmonares. Entre ellos, los padres de la lucha contra la tuberculosis en España: los doctores Eduardo Gómez Gereda, gran impulsor del desaparecido Real Sanatorio de Guadarrama (1917), y Félix Egaña, promotor por su parte del Sanatorio de La Fuenfría (1921), cuya traza es obra del famoso arquitecto Antonio Palacios. La construcción de los sanatorios supone sin duda un hito en la historia de nuestra localidad, no solo desde un punto de vista sanitario, sino porque muchos vecinos del pueblo y también familias recién llegadas desde varios puntos de España vieron en los hospitales y en todo lo que se movía alrededor de ellos (familiares, transporte, alimentación, materiales, servicios, etcétera) una ventana de oportunidades.
Resulta imposible hablar de médicos y Cercedilla sin mencionar al premio nobel de Fisiología y Medicina en 1906 Santiago Ramón y Cajal, que como es sabido pasaba largas temporadas en su chalé de la avenida que hoy lleva su nombre. Más allá de la relevancia del personaje, en mi caso atesoro sobre su persona las anécdotas que escuché durante mi infancia y juventud de boca de mi abuela, vecina y compañera de juegos de sus nietas. Esos detalles sirven para dibujar un retrato íntimo del genial científico: la manera en que le servían la comida en el estudio-laboratorio de la planta baja, del que apenas salía, mediante una pequeña ranura en la puerta; lo poco que apreciaba el ruido de los cencerros de las vacas y bueyes cuando se acercaban a abrevar a la cercana fuente del Bolo; su carácter extremadamente austero, lo mismo que su vestimenta; sus idas y venidas de la estación a la casa para recoger a sus hijos cuando venían de Madrid, o el accidente de tráfico que sufrió junto a Mariano Benlliure subiendo al pueblo una tarde de verano, cuando regresaba de un posado en casa del famoso escultor en Villalba.
Otro lugar destacado entre los innumerables médicos ilustres que vivieron en Cercedilla lo ocupa el yerno de Ramón y Cajal, el doctor Ángel Cañadas López, quien siendo médico titular de la localidad practicó con éxito en 1915 una de las primeras heteroplastias (trasplante de piel) llevadas a cabo en España. La receptora del trasplante fue una niña de tres años que había sufrido graves quemaduras en buena parte de su cuerpo como resultado de un accidente doméstico, y el doctor empleó su propia piel para curar a la pequeña, en un hito médico y humano que saltó a los titulares de la prensa de todo el país. La niña se llamaba Carmen Prados y su familia aún reside en el pueblo.
Fue sin duda una suerte para el pueblo que tantos profesionales de la salud lo escogieran para pasar los meses de verano. Era habitual que muchos de ellos, de manera altruista, recibieran pacientes en su propia casa. Entre los más queridos por los vecinos de Cercedilla estuvieron el doctor Monereo, a la puerta de cuya casa en el paseo Muruve se formaban largas colas en los años cuarenta, y el doctor Benítez, que acabaría siendo director de la Cruz Roja en Madrid. La lista de grandes médicos vinculados a Cercedilla durante la primera mitad del siglo XX es larga: el doctor Carlos Jiménez Díaz y su esposa, doña Concepción de Rábago, don José de Palacios y Carvajal, don Fermín Tamames Ratero, el doctor Marañés, los doctores Durán… A todos ellos, a los que fueron y a los que ejercen hoy, gracias.