naturans/naturata
EL CULTIVO, EL CULTO
Y LAS CULTURAS DE LA VIDA
Rafael SM Paniagua
Desde nuestro balcón se ve la torre de la iglesia de San Sebastián, cuyas campanas hemos oído sonar, con su aviso de muerte, con más frecuencia de lo habitual estas semanas. Es asombrosa la sensación de levedad que producen, paradójicamente, su escala descendente y su ritmo. También, que esa señal pueda ser por todos escuchada. O ignorada. No siempre es fácil hacerse cargo de la muerte. Recuerdo una reflexión que Jorge Riechmann compartió el día de la presentación del tercer número de El Papel de Cercedilla, el pasado mes de enero. A propósito de su contribución con un poema sobre la muerte de Blanca Fernández Ochoa, que le había recordado a su vez la muerte de otro amigo suyo, no recuerdo exactamente sus palabras, pero Jorge sugirió que quizá tengamos que aprender de nuevo a morir. La muerte debió necesariamente suscitar en la especie humana, desde el principio, una doble experiencia, religiosa y estética. Una y otra cosa se han venido entremezclando. Había que articular mecanismos de mediación con eso que resultaba tan misterioso. Inventar dioses, oraciones, rituales que calmaran al fantasma que también somos. Había que inventar formas sensibles que permitieran narrar y contener esa voluntad de superar la muerte o lamentar la pérdida. Honrar a los muertos ha sido, por mucho tiempo, lo que ha relanzado al arte en sus distintas expresiones. La piedra grabada, la cámara enterrada, el adorno funerario, la melodía del réquiem. Todo eso, oraciones y poesías, nos ha permitido, además de honrar y asegurar al fantasma un sueño plácido y tranquilo, calmarnos nosotros mismos y poder organizar la difícil experiencia de tener que despedirnos en vida de nuestros amados y amigos muertos, con la esperanza de poder vivir con dignidad nuestro sufrimiento y acaso poder continuar con la vida. Las consecuencias del racionalismo ciego y las fantasías tecnocientíficas produjeron y aún producen, como se sabe, ciertos monstruos. Que la vida dependa de una máquina que a su vez depende de las dinámicas especulativas del mercado y el negocio es tan solo uno de ellos. El más siniestro en estos momentos, qué duda cabe. Calcular día a día las personas que en esas condiciones han fallecido, o especular con el miedo que provoca el número de las que podrían fallecer son otro tipo de monstruos que produce el sueño de la razón y que vienen a asustarnos con la imagen de una pérdida sin medida. Y desposeídos ya de la confianza para articular una oración sin que nuestro desamparo produzca vergüenza, e incapaces de imaginar las artes funerarias de la muerte que de verdad desearíamos, estamos desarmados para comprender y asimilar tanto dolor. Tan difícil de comprender, tan profundo y a la vez tan compartido. Tan común. El año pasado tuve la oportunidad de visitar New Harmony, la ciudad utópica proyectada por Robert Owen en el estado de Indiana, en los USA. Allí encontré muchos lugares conmovedores y gráciles, pero el cementerio de los harmonianos me impactó especialmente. No había ninguna lápida, ninguna referencia, ningún nombre. Solo una extensión no muy grande de terreno, pero lo suficiente para albergar varios cientos de cuerpos enterrados, del que brotaba un verde jubiloso como el que vemos estos días en nuestro valle. Un muro de ladrillo rojo artesanal lo rodeaba, solo con la altura justa para que pudiera observarse el espacio interior que encerraba, como un sutil y amable recordatorio. Estas semanas las he pasado, entre otras cosas, preparando el diminuto huerto de nuestra casa. Su tamaño es anecdótico, pero sirve para contener una importante lección de vida a la que ningún lirismo popular puede verdaderamente hacer justicia. Romper el apelmazamiento que produjeron las nieves en la tierra; alimentarla con excrementos; mover y remover hasta que el terruño se esponje y oxigene; semillar los diminutos granos y esperar a que broten y crezcan a tiempo para trasplantarlos por fin a la tierra el día de Santa Quiteria… Estoy trabajando con la vieja azada de Vicente, mi vecino, que me enseñó a plantar patatas hace varios años y todavía hoy aparecen al remover la tierra. Vicente falleció el año pasado y yo no pude ir a su entierro, pero su presencia se vuelve real al intentar manejarme torpemente con la herramienta. Este cultivo anecdótico, que no da más que para unas cuantas ensaladas, basta para reconciliarse con la vieja ley eterna de lo vivo. Es tan simple que no da más que para contener un solo mito, un solo cuento, una sola historia: del suelo muerto del invierno, brotará la vida en primavera para traernos, además de tomates, la respuesta a la pregunta ¿hay vida antes de la muerte? Formulada así, del único modo en que podemos responderla. Y sí debe de haberla, a juzgar por el enorme temor que tenemos de perderla y por el dolor que sentimos cuando otros la pierden. No es por otra cosa, sino por este único mito de la vida que regresa y se va para después regresar otra vez, que llevamos flores a los muertos. Ojalá logremos imaginar un buen duelo personal y colectivo. Ojalá encontremos la manera de revivificar esta devastadora experiencia y de orientar todo este dolor hacia la vida. Estamos rodeados de viciosos de la necropolítica y emprendedores que inventan nuevos nichos de negocio cada día, expeliendo sus productos perecederos y sus siniestras campañas autopromocionales. Deberían hacerse a un lado y desistir de su empeño de volcar contra nosotros mismos la rabia y la frustración que esconden nuestras heridas. Dejen de hacer su ruido y callen. Quizá podamos aprender de las campanas. Su sonido se propaga y desaparece en los valles. La promesa estética y religiosa de su sonido es vibrar en cada púa de cada pino, acariciar cada hoja de roble. Llegar a nuestros oídos, a nuestros ojos, a nuestro corazón. Ojalá podamos observar todo lo que nos ha pasado con los ojos del corazón, del cultivo, del culto y las culturas de la vida. |