COLABORACIÓN especial
lapis especularis. la luz bajo tierra
Miguel Ángel Blanco
Los lectores de El Papel pudieron asomarse a los misterios de la Biblioteca del Bosque de Miguel Ángel Blanco en el primer número de la revista. Entonces —septiembre de 2018— la Bilioteca de MAB, que se gesta desde hace más de tres décadas en su taller de Cercedilla y en su estudio madrileño de Pinar del Rey, tenía mil ciento setenta y un ejemplares. En la actualidad son ya mil doscientos tres libros-caja. Miguel Ángel construyó una nueva sala en la Biblioteca, dedicada a contener los libros protagonizados por el lapis specularis, el yeso cristalizado. Y esa sala se materializó en una exposición que se inauguró en el Museo Arqueológico Nacional en abril de 2019.
Él nos lo cuenta.
Él nos lo cuenta.
Instalación en el tempietto de Bramante en la Real Academia de España en Roma.
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En la oscuridad subterránea, el tiempo geológico produce prodigios minerales. La realidad física del subsuelo es otra y también lo es su universo mítico y simbólico. Los humanos han arrancado de las entrañas de la tierra diferentes piedras y metales que les han procurado beneficios prácticos y riqueza, y han proyectado sobre las paredes de la caverna, la gruta, la sima o la mina las imágenes de una magia primigenia. En esas honduras negras y silenciosas existe un material asombroso que se somete por primera vez a la luz de la creación artística: el lapis specularis, el yeso cristalizado que nos acerca al «ideal de la transparencia».
Con este proyecto persigo un doble objetivo: explorar las cualidades plásticas y poéticas de este sorprendente mineral y actualizar la Historia Antigua al recordar el uso que el Imperio romano hizo de las placas de lapis specularis en la arquitectura y en la vida simbólica. |
Todas las piedras traslúcidas son hechizantes. Una de las más desconocidas es el lapis specularis o yeso selenítico (sulfato de calcio deshidratado, CaSO4·2H2O), que recibe diferentes nombres, todos evocadores: espejuelo, piedra especular, piedra del lobo, espejillo de asno, piedra de la luna, selenita, lapis lunaris, sapienza, aljez o reluz. Se trata de una roca sedimentaria, formada por precipitación de agua salada en mares cerrados y lagos, y debe su pureza única a un proceso de disolución por aguas subterráneas (que limpian arcillas e impurezas) y recristalización.
Diáfana como el hielo y dura como el mármol, pero fácilmente cortable, esta variedad macrocristalina de yeso secundario se caracteriza por su configuración en estratos, que permite su exfoliación en láminas finas de amplia superficie.
El lapis supuso una revolución en la vida cotidiana de los romanos. Hasta su llegada, las ventanas de residencias y edificios públicos se cubrían con maderas o cortinas, que oscurecían las estancias y apenas las aislaban térmicamente. La piedra especular aportó belleza y confort. Encajada en marcos de madera o metal, Iluminaba los triclinia y los cubicula, y, en paneles móviles o correderos, servía para unir o separar estancias y para cerrar en invierno los peristila (así lo describía Plinio el Joven en la villa de Laurentum). Impresionaba a los extranjeros que visitaban la metrópoli latina, como Filón de Alejandría, que en el 40 d. C. lo vio en el palacio de Calígula, y afrentaba a los partidarios de la vieja austeridad, como el español Séneca, que lo veía como manifestación de un modus vivendi que corrompía las costumbres e inducía a la molicie y a la lujuria. Se usaba en las termas, donde era importante mantener la temperatura —se han encontrado restos en las de Pompeya, Herculano, Roma y Cagliari—, y en los pórticos, para cerrar parte de los ambulacri, pero también a escala menos monumental: para proteger las ventanillas de las literas, para el cultivo en invernaderos o para construir colmenas que dejaran ver el trabajo de las abejas, como relata en su Historia Natural Plinio el Viejo, el autor que con más detalle habló de las minas españolas —que visitó en tiempos de Vespasiano— y de las cualidades del mineral.
Diáfana como el hielo y dura como el mármol, pero fácilmente cortable, esta variedad macrocristalina de yeso secundario se caracteriza por su configuración en estratos, que permite su exfoliación en láminas finas de amplia superficie.
El lapis supuso una revolución en la vida cotidiana de los romanos. Hasta su llegada, las ventanas de residencias y edificios públicos se cubrían con maderas o cortinas, que oscurecían las estancias y apenas las aislaban térmicamente. La piedra especular aportó belleza y confort. Encajada en marcos de madera o metal, Iluminaba los triclinia y los cubicula, y, en paneles móviles o correderos, servía para unir o separar estancias y para cerrar en invierno los peristila (así lo describía Plinio el Joven en la villa de Laurentum). Impresionaba a los extranjeros que visitaban la metrópoli latina, como Filón de Alejandría, que en el 40 d. C. lo vio en el palacio de Calígula, y afrentaba a los partidarios de la vieja austeridad, como el español Séneca, que lo veía como manifestación de un modus vivendi que corrompía las costumbres e inducía a la molicie y a la lujuria. Se usaba en las termas, donde era importante mantener la temperatura —se han encontrado restos en las de Pompeya, Herculano, Roma y Cagliari—, y en los pórticos, para cerrar parte de los ambulacri, pero también a escala menos monumental: para proteger las ventanillas de las literas, para el cultivo en invernaderos o para construir colmenas que dejaran ver el trabajo de las abejas, como relata en su Historia Natural Plinio el Viejo, el autor que con más detalle habló de las minas españolas —que visitó en tiempos de Vespasiano— y de las cualidades del mineral.
Fragmentos de lapis specularis sobre la calzada romana del Museo Nacional de Arte Romano de Mérida.
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El vidrio no era entonces tan transparente, y su fabricación era muy costosa, por lo que la fuerte demanda de lapis hizo que sus minas adquirieran una enorme relevancia. Las minas eran públicas, aunque se podía delegar su gestión temporalmente, y en ellas trabajaban tanto hombres libres asalariados como esclavos y convictos, los condenados ad metalla. El lapis más transparente se halla a considerable profundidad y para acceder a los espacios más reducidos se empleaba mano de obra infantil. En el Museo Arqueológico se conserva una estela funeraria procedente de Baños de la Encina (Jaén) con una figura que empuña un pico de minero y porta un cesto de esparto; en ella se lee: «Quartulus, de cuatro años de edad. Que la tierra te sea leve». Estos trabajadores que extraían y elaboraban el lapis eran conocidos como speclariarii o specularii, muy bien considerados y con ciertos privilegios, y en los palacios existían cuerpos jerarquizados que se ocupaban de la colocación y el mantenimiento de las specularia o ventanas. |
Las primeras y mejores minas de lapis del Imperio estaban en Hispania. Después se extrajo igualmente de Túnez, Chipre, Siria, Anatolia e Italia (en Bolonia y Sicilia), pero el nuestro siguió siendo el de mejor calidad y tuvo un considerable peso en la economía de la Hispania romana. Estas minas se explotaron desde el principado de Augusto y, con mayor intensidad, en el Alto Imperio (siglos I y II d. C.), aprovechando la red viaria que facilitaba su transporte en carros hasta el puerto de Carthago Nova, desde donde se llevaba a Roma y a otras grandes ciudades. El área más rica en este mineral era la cuenca de Loranca-Huete, a cien mil pasos en torno a la ciudad de Segóbriga, que creció y se enriqueció gracias a esa actividad minera.
Las primeras y mejores minas de lapis del Imperio estaban en Hispania. Después se extrajo igualmente de Túnez, Chipre, Siria, Anatolia e Italia (en Bolonia y Sicilia), pero el nuestro siguió siendo el de mejor calidad y tuvo un considerable peso en la economía de la Hispania romana. Estas minas se explotaron desde el principado de Augusto y, con mayor intensidad, en el Alto Imperio (siglos I y II d. C.), aprovechando la red viaria que facilitaba su transporte en carros hasta el puerto de Carthago Nova, desde donde se llevaba a Roma y a otras grandes ciudades. El área más rica en este mineral era la cuenca de Loranca-Huete, a cien mil pasos en torno a la ciudad de Segóbriga, que creció y se enriqueció gracias a esa actividad minera.
Tondo entre las esculturas Livia y Tiberio en el Museo Arqueológico Nacional en Madrid
Desde que visité la mina de La Condenada, en Osa de la Vega, quedé preso en el espejuelo. El hecho de que una piedra tan fascinante nunca haya sido tratada como material creativo —en el pasado romano su uso pudo ser en ocasiones ornamental pero no artístico— suponía un atractivo reto. Para llevarla a mi territorio me he apoyado no tanto en sus funciones prácticas como en sus usos rituales y mágicos —menos documentados pero sin duda existentes—, con un enfoque más visionario que arqueológico. Del lapis me interesa la «clarividencia», los aspectos relacionados con la visión a través del cristal, su halo místico, la luz atrapada en el espejo. Plinio el Viejo explicaba en su Historia Natural que esa mirada a través del espejuelo era emulada por el más grande de los pintores, el mítico Apeles: «Cuando terminaba una obra, le daba una capa de atramentum tan fina que reflejaba y producía un color blanco de gran claridad, preservando al cuadro del polvo y la suciedad; no era visible más que a corta distancia, pero incluso de ese modo, debido a la maestría con que estaba hecha, la claridad de los colores no dañaba a la vista, como si se mirara a través de una piedra especular, y daba al mismo tiempo, de manera imperceptible, un tono más apagado a los colores demasiado vivos».
Al introducirlo en mis libros-caja he construido con el «cristal del Imperio» ventanas que se abren al pasado histórico y geológico. Y para ver mejor a través de él me he puesto el colirio con cenizas de ojos de búho con el que se aliviaban los speclariarii las dolencias de los suyos, opacados por el polvo del yeso.
Venid, vamos a «leer» despacio las piezas en cuya creación el lapis specularis se alió con las fuerzas de nuestro paisaje.