Lo que voy a contaros sucedió hace muchos años, yo tendría siete u ocho y Almudena uno más. No acabo de acordarme de cómo pudimos llegar a semejante situación, y desde luego no me lo explico. Me figuro que papá y mamá estarían de crucero, o de fin de semana romántico, o vaya usted a saber, pero el caso es que allá íbamos los cuatro —Esteban, la Ena, el burro Genaro y yo— camino de la Cerca de la Dehesa —para quien no lo conozca, bajando la calleja de las Cercas Lenguas (Luengas), cruzando el río, doscientos metros más al fondo, a la derecha—.
Esteban nos había prometido enseñarnos a jugar al golf. Desconocíamos esa vis lúdica en nuestro primo mayor, pero confiamos plenamente en su experiencia. |
Cómodamente instalados en el burro, con Esteban tirando del ramal, llegamos a nuestro destino. La emoción e incertidumbre nos embargan —Severiano Ballesteros aún tiraba piedras a los gatos entre las brumas de Pedreña—. Una vez atado y desaparejado el animal —ni mi hermana ni yo prestamos la más mínima atención a esta faena—, abre Esteban la chirriosa cancela del pajar y nos muestra el material, escasamente fashion, de nuestra primera clase de golf: a elegir entre una azadilla o una vara de fresno con su porrillo abultado en el extremo.
Bueno, pienso yo, los hierros y maderas vendrán más adelante, cuando mejore nuestro swing, vayamos en busca de los hoyos. Pero tampoco hay relucientes bolas blancas, ni hoyos, ni banderas.
Almudena empieza a mosquearse. A nuestros pies, únicamente una verde pradera moteada de cientos, miles de parduzcas moñigas de vaca, algunas ya casi petrificadas, otras aún frescas y olorosas.
Nuestro primo nos cuenta el plan: a golpe de azadilla o de porrillo, hay que ir desmenuzando, una por una, todas las plastas malolientes, con el objeto de dejar el prado uniformemente abonado, y que de esta forma crezca la hierba más frondosa y abundante, y salgan más paquetes tras la siega. Lo que se ha dado en llamar «desmoñigar». (Creo recordar que las explicaciones de nuestro trainer fueron algo más elementales).
No sé si después del discurso de Esteban la mente de Almudena tardó un minuto o ninguno en empezar a idear un plan de fuga. Yo, por entonces un niño apocado y llorón, me dejé llevar por el carácter decidido de mi hermana, y allá vamos los dos, ella mente pensante y yo brazo ejecutor, echamos manta y albarda al burro —sin ceñir la cincha, por supuesto—, lo desatamos, lo arrimamos a la tapia para poder montar, y nos subimos.
Para nuestro asombro, nuestro entonces odiado primo nos observa impasible, con una sardónica sonrisa en el rostro; ni se inmuta, continúa mejorando su swing tanto de izquierdas como de derechas, sin solución de continuidad. Yo miro a mi hermana girando la cabeza, pues me cupo a mí el privilegio de pilotar la nave, y ella dice, creo recordar, algo así como «adelante», o «al ataque», o «arranca, imbécil».
El Genaro al principio no se mueve. Furiosamente picamos espuela con nuestras delgadas piernecillas, y funciona. Primero a paso lento, luego más deprisa, atraviesa la portera y enfila la calleja llena de zarzales. Aumenta el ritmo a trotecillo cochinero y a cada saltito del rucio la albarda, sin cinchar, se desplaza unos milímetros a la izquierda. La adrenalina, también llamada «pánico», nos rebosa por las orejas a los dos. Cuando apenas hemos recorrido treinta metros, el naufragio es inminente, la bestia galopa ingobernable, y nosotros, escorados a estribor, nos asimos, con todas nuestras fuerzas, yo al cuello y a las crines del burro, Almudena a mí como buenamente puede.
No creo que alcanzara los cien metros nuestra fuga, por suerte no llegamos hasta el río. Una vez escorados a la izquierda, la fuerza de la gravedad, implacable, nos arrastra duramente contra el suelo. También por fortuna el burro no hace hilo por nosotros y se aleja, asustado y rebuznando.
Escena después de la catástrofe: la Ena, en el suelo llorando, más de rabia por el fracaso que del dolor de la caída; yo también llorando porque no me costaba ningún esfuerzo y lo hacía habitualmente; la manta y la albarda espanzurradas, y el burro, ya más calmado, mirándonos con aire retador, arrojando babas por el belfo.
No recuerdo cómo fuimos rescatados. Seguramente Esteban, tras reírse un rato de nosotros, nos devolvió a casa. Nadie sufrió daños importantes, quizás solo el orgullo de mi hermana. Han pasado cuarenta años y la bruja de la Ena es ahora la abuela Almudena, abogada en ejercicio, feliz con sus nietas y en plena juventud. El muy cabrón del burro, a unos más y a otros menos, nos ha tirado a todos varias veces, con mayor o menor daño en cada caso, y, hasta ahora, siempre nos hemos levantado.
* Ilustración de Juan Triguero.